Mi corazón regresaba a su lugar, lentamente, mientras mi cólera con el Murano iba en aumento.
-¡Imbécil! ¡Maldito extraterrestre! ¿Te das cuenta de lo que has hecho? –le grité mientras intentaba lastimarlo con la mirada. El color de su cabello cambió a negro. Aunque bajo aquella iluminación pudo haber sido gris oscuro o carbón, ya no me importaba.
Nexos permaneció en silencio.
-¡Te estoy hablando, Idiota! ¿No vas a decir nada? ¡Acabamos de matar a soldados del imperio!
Mi cólera era tan grande que no podía controlarla. Lo único que la superaba era el dolor en mi hombro.
-¡Habla! – Grité una vez más, al mismo tiempo que alzaba mi brazo sano para golpearlo con todas mis fuerzas. Él lo esquivó girando y usando su pierna izquierda como leva, todo en un mismo movimiento, con la misma agilidad que hace un par de minutos nos salvó de la muerte.
Ya en el suelo me di cuenta que pelear contra él, incluso estando en perfectas condiciones, sería estúpido.
La adrenalina disminuía mientras el dolor en mi brazo se disparaba. De rodillas, acurrucado a sus pies, observé con espanto una oscura línea carmesí corriendo debajo del contendor. Fue en ese momento cuando por primera vez en todo mi viaje me sentí a millones de kilómetros de casa. Entonces sollocé como un niño extraviado, un infante que solo ve caras groseras en una calle amarilla. En medio de mi silencioso llanto percibí un intenso calor que partía de mi hombro y llegaba hasta las yemas de mis dedos, como si agua tibia corriese por mis venas. El dolor se desvanecía mientras una extraña sensación de tranquilidad se apoderaba de mí. Luego del trance me puse de pie y observé, sorprendido, al murano.
-¿Cómo? Pero, no sabía que los muranos pudiesen curar con las manos.
-No lo hacen. -Me respondió a secas.
Nexos lucía avergonzado. Luego de una pausa me dijo:
-Es mi hija. La chica que vimos escoltada por la delegación…
Escuchamos pasos a lo lejos. -Por aquí –Dijo el murano señalando a su derecha.
Encontramos un pasaje iluminado de luces purpúreas. Al adentrarnos notamos que el ambiente a nuestro alrededor era de arquitectura Safir muy parecida a la hispanomusulmana terrestre. El pasillo era largo y el techo yacía muy por encima de nosotros. Mientras corríamos, tenía la sensación de que bajábamos, lo que por momentos me producía una sensación de ahogo. En un momento la dimensión de aquel lugar me asustó. Casi de inmediato una mezcla de olores putrefactos entró hasta mi garganta provocándome arcadas. El olor de la carne rancia era insoportable. Agotado, me apoyé en una pared. Noté entonces que a cada lado había portadas cubiertas con barrotes de metal esmeralda. Arriba observé arquivoltas y a los lados jambas escalonadas. Eran celdas enormes. Cada una parecía tener en su mandorla un símbolo distinto ya que los detalles describían figuras extrañas, curvilíneas. ¿Quién se preocuparía por tener tal decoración en un lugar así? Aquel lugar parecía una prisión cuyos huéspedes no me atrevía a imaginar. Era increíble ¡No lograba ver lo que estaba en su interior! Me parecía extraño que la luz iluminase el pasillo y no el interior de cada recámara.
Seguimos adelante. Llegamos a un salón oval, mejor iluminado, cuyo techo dejaba ver decenas de puntos, rojos y encendidos como los ojos de una mosca.
-Es el cielo de Landis. Este es el corredor de las esferas. Debemos estar cerca del salón principal.
Observé al murano con curiosidad, luego le dije:
-Parece que conoces bien este lugar.
-Silencio –Susurró el murano, y nos escondimos tras los pilares que adornaban parte del salón.
Permanecimos quietos. Un pelotón de guardias cruzó frente a nosotros. Sus pasos se escuchaban como tambores de guerra. Para este momento mi corazón estaba a punto de salir de mi cuerpo. Una vez retornada la calma el murano me dijo:
-Estudié el lugar hace meses. -Creí que la delegación tardaría un semana más en llegar. Ello me hizo cambiar mis planes. Tenía que entrar y saltar sobre aquellos camiones. Debía permanecer a su lado. No tenía otra salida.
-Le entendía. Me contó entonces que su hija se había convertido en un trofeo de guerra, uno de los miles que el imperio Farsat había arrancado de sus planetas originales en el sistema Hipparchia. (a)
Entendí que quizá aquella joven era un especie de princesa y que el Murano con el que hablaba un rey sin reino. Ello explicaría el por qué de sus poderes curativos, tan escasos hoy en día.
-Sígueme. Sí que hemos tenido suerte, ¡Nada más que eso! -Me dijo.
-No me despiertas confianza -Respondí.
Así era, no me estaba ayudando en lo absoluto. Además, hasta ese momento no tenía ni idea de cómo saldríamos de allí. Tampoco quería preguntárselo pues temía que me dijera que se lo dejase al azar.
Frente a nosotros, a unos metros, atisbamos una balaustrada que circundaba un gran vacío desde donde emanaba una luz dorada, pero a la vez sucia.
-Por fin, llegamos al salón de recepciones. El Murano atisbó hacia el centro del escenario. De pronto su rostro expresó un terror que nunca antes le había visto.
¡Mahadl! ¡No puede ser! ¡Ha… Hathor!
-¿Qué? -Pregunté mientras me le unía.
-¡Hathor Alathi!
-¡Por Dios! ¡No puede ser! – Me asusté tanto al verlo que me cubrí la boca para ocultar el diminuto grito que salía desde lo más profundo de mi alma.
Un ser de otra dimensión aquí, en Landis, ¿En este sistema?
Eduardo Guillén.
Año 2780
(a) Los Farsat: eran conocidos, entre otras peculiaridades, por sus dantescos planes de reproducción entre las especies conquistadas. Inseminaban a ciertas hembras nativas de otros planetas para “cruzarlas” con sus guerreros de alto rango y así obtener una descendencia que más tarde se encargaría de dominar cada planeta o planetas subyugados. Este era un método antiguo de dominación, pero sin duda muy efectivo. En su momento también fue el utilizado por las primeras civilizaciones que invadieron la tierra, y que más tarde daría lugar al surgimiento de la realeza y el supuesto poder divino de su progenie.